Anécdotas Hípicas Venezolanas presenta:

El Paraíso: medio siglo de hipismo

Editado por Juan Macedo

 

Una de las cosas -o de los sitios- que mejor resumió la psicología del sujeto caraqueño fue el Hipódromo Nacional. El domingo 28 de junio de 1959, luego del triunfo de Lido, fue cerrado oficialmente para los fines que cumplió durante más de medio siglo. Y al cerrarlo, desaparece todo el patrón de una manera propia del caraqueño nativo y del asimilado. La Caracas coqueta, vanidosa, alegre y dicharachera, encontró en el hipódromo el sitio ideal para desbocar sus pasiones. Los caraqueños y no caraqueños buenos para exteriorizar tales emociones, se ubicaron definitivamente en el Hipódromo Nacional.

 

 

No se pretende hacer la historia del hipódromo que permaneció inconmovible durante más de cincuenta años en Las Vegas de El Paraíso. No la haremos tampoco porque no hay nada que nos permita hacerlo como sería nuestro deseo. Si hay algo bueno para una historia exacta del hipódromo y del hipismo, pertenece a particulares que guardan eso como un tesoro cuyo valor respetamos. Pero si queremos hacer una semblanza, graciosa o grotesca –no sabemos cómo saldrá- de lo que fue centro de pasiones y emociones de la capital venezolana.

 

Se ha dicho, y por dicho lo repetimos, que el Hipódromo Nacional fue inaugurado en febrero de 1908. Uno piensa lo que era la Caracas de ese tiempo, lo que eran sus gentes y lo que podía ser el hipódromo. Las pocas crónicas que hemos visto de aquellos tiempos, dejan ver que al hipismo lo llamaban –y lo siguen llamando- “Deporte de los Reyes”. Esa es una definición que nunca hemos entendido, menos ahora que cualquiera es rey de algo: del mambo, del joropo, del cha-cha-chá y del jaleo, pongamos por ejemplo. Todavía quisiéramos saber de qué reyes el hipismo es deporte. Quizá porque sus primeros animadores fueron los monarcas europeos. O porque la cuna de las carreras, tal como las conocemos ahora, fue el país donde la monarquía es símbolo de dignidad suprema y respeto a la condición humana.

 

O también por ese afán del caraqueño, frondoso en su expresión y poco parco en el adjetivo, de calificar grandilocuentemente lo que es o supone será el estadio natural dentro de la sociedad. El caraqueño sabe que uno de los movimientos civiles más cruentos de Venezuela persiguió la erradicación de una imaginaria condición aristocrática para el venezolano. Sabiéndolo, respetándolo y amándolo hasta el extremo de haberse sacrificado por su vigencia, tiene sus devaneos con una inocultable ansiedad de aristocracia. Y en el hipódromo encontró, hace muchos años el caraqueño de siempre, el sitio adecuado para ejercer la profesión de aristócrata.

 

Don Henrique Lander mencionó en una ocasión lo mucho que él había sufrido para salvar su patrimonio o el de sus antepasados, en un medio donde la vanidad fluye silvestre y perniciosa. Su padre fue uno de los hípicos fundadores de El Paraíso. Y los colores eran los mismos que se conocieron como el Stud La Rinconada. Ese ser hípico contagió su pasión a sus hijos, y éstos se lo han contagiados a los nietos siendo posible que se transmita de generación en generación hasta lograr lo que sería la más legitima formación de una casta de hípicos genuinos e indiscutibles.

 

Pero ¿cómo ser hípico? Para Don Henrique Lander fue cosa fácil. Igual que ser buen padre, buen esposo, buen amigo, habiendo sido antes un buen hijo. Es cosa que se aprende y para la cual el sujete recibe especial formación. Mentira que el hípico o el turfman tenga que ser sofisticado. Mentira también que tenga que ser un millonario. El hípico de verdad es un hombre -o una mujer- que ame desmedidamente al caballo. La pista y las carreras es una manera de ver la afición hacia los caballos, de admirar su belleza o sus facultades, de comprender sus genialidades y sus indefinibilidades. El hípico goza con el caballo y nada más.

 

Eso, desde luego, cuesta mucho. A veces mucho dinero. A veces muchos esfuerzos y hasta muchos desvelos. De salir muy barato, cuesta mucha voluntad y si ésta falla, cuesta entonces mucha, pero mucha casta. El hipismo, así, cuesta mucho. Y vivir como hípico en el heterogéneo círculo de la pasión, la intención y la competencia, cuesta mucho más todavía. Si el hípico es improvisado y se deja llevar por el socorrido “slogan” del “Deporte de los Reyes”, incurrirá en desordenes de todo género y puede, en un momento dado, sufrir colapsos económicos o provocárselos a quienes tengan el infortunio de ser sus soportes.

 

Por supuesto, el malentendido ese de que el hipismo es privilegio de aristócratas, monarcas y millonarios, lleva a muchos a vivir ostentosamente para robustecer su aparente condición de hípicos. Incurren en lo que se llama vivir bien. Y eso, lo ha probado la experiencia, cuesta mucho y no produce nada.

 

El hípico se desplaza, así, en dos trayectorias. La suya propia, la íntima, la que cubre en el marco privado, solariego de la noble mansión o de la modesta finca rural, criando, enseñando, amando y sufriendo a los caballos. Y la pública, la de todos, la de los espectáculos de equitación en competencias o la de los hipódromos, como criador o propietario. En esta última se sufre un desdoblamiento por causa de la intervención de factores extraños. Es el de la condición propia del sujeto, su formación, su ego, ante el turbión de colectividades arrastradas por la tentación del juego y apuestas o por el simple juego de pasiones sanas donde entra en discusión, para bien o para mal, la condición del hípico. Esta definición es común a la mayoría de los hípicos y es una lástima que no lo sea para la generalidad.

 

Caracas tuvo su primer hipódromo en Sabana Grande, allá por los últimos años del siglo XIX. Se ha dicho que hubo hipódromo en El Valle y en Sarría. No poseemos testimonio de ello y por lo tanto no le daremos importancia, pidiendo perdón por si teniéndola, la omitimos.

 

Como dijimos, Caracas tuvo su primer hipódromo y lo animaban, según cuenta la historia, un grupo de hombres valiosos, destacados y verticales dentro de la sociedad de su tiempo. Tener uno o varios caballos era condición propia de la buena familia. Por eso, los primeros hípicos venezolanos fueron gente de buena familia. Sus maneras tenían que reflejarse, posteriormente, cuando el segundo hipódromo afloró en El Paraíso.

 

Fue, lo hemos leído siempre, en febrero de 1908. Las familias con escudo acudieron a la cita del buen vivir y aportaron sus primeros esfuerzos para sostener, entre si, lo que era propio de la aristocracia europea y las casas reales de todo el mundo.

 

Vinieron los primeros purasangres y ya, de una vez por todas, de una manera o de otra, se metieron los apellidos en un callejón sin salida. El amor al caballo no acaba nunca en el sujeto. Y para 1908, solo por amor al caballo y por natural vanidad de una estirpe, podían sostenerse en los hipódromos.

 

Respeto, pues, para la memoria de quienes echaron los cimientos del hipódromo de larga historia, cuya vida terminó a mitad de 1959. Respeto para sus nombres y sus memorias. Y respeto para su tiempo, donde no podía, de ninguna manera, animar propósitos inconfesables.

 

En este país, sacudido siempre por ambiciones personales y de grupos, el hipismo tenía que ser su cosa refleja. Ya, desde sus orígenes, la vida colectiva va a depender del pulso de un cacique o de la fortuna de una casta. Mayor infortunio todavía cuando la entraña misma de la tierra tiene la más inimaginable y codiciada riqueza que no sólo acaba con el predominio de la casta en función del dominio colectivo, sino que acaba también con el concepto mismo del “ser bueno” y genera al tirano tropical.

 

Las buenas familias, de una manera o de otra, han aprendido ahora que el erasmismo es la mejor manera de vivir en paz donde a cada minuto un policía se erige en caudillo y cada gallero se resuelve ser millonario. Para 1908, Venezuela sufría una de sus insuperables conmociones. Y sufriendo esa, le sobreviene la otra. Castro, vanidoso y megalómano, necio y vehemente, niega el apoyo que la buena familia solicita del cacique o del tirano, para el hipódromo como cosa que le es indispensable para su solaz y esparcimiento.

 

Pero Juan Vicente Gómez, tirano también pero serio e inflexible, irreductible en su manera y procedimientos, con un sentido común único que algún día no le regateará la historia, abre su pecho y cede ante la solicitud mínima que le hace la sociedad: apoyo para un hipódromo. No le pedían nada y a él, nuevo cacique, nada le costaba concederlo. El pedía menos, como se verá, a cambio de la concesión prometida: proscripción absoluta de Cipriano Castro.

 

Ese, según la historia, es el comienzo, pasado y presente del hipismo nacional, desde el punto de vista público. El hípico, a la manera de Don Henrique Lander, es un sujeto formado como amante decidido del caballo. Pero la hípica, tal como se la conoce generalmente, es la función compleja de un cúmulo de acciones, pasiones e intereses, que acabaron convirtiéndola en negocio.

 

Pasa que la buena familia, por razones mismas de la situación interna venezolana, cae dentro de la complacencia política. Y sus sanos intereses originales, pasan a confundirse con el interés político del momento. Un interés o una razón política que dura tres décadas, tenía que influir definitivamente en el hipismo nacional.

 

El Hipódromo de El Paraíso comenzó siendo lo que era en Sabana Grande: centro de diversión donde los señores se desafiaban deportivamente y donde las señoras lucían su belleza –disimulada siempre por causas de la moda- y hacían alarde de sus joyas y buenos modales.

 

Fue el primer ciclo –en El Paraíso- y nos iba a durar muy poco. Cipriano Castro tuvo que huir y el ascenso de Gómez marca un paréntesis en la vida del hogar nacional. Al cabo de dos años se ha reajustado el engranaje y cada familia, ya por razones históricas, se ubica dentro del nuevo orden de cosas.

 

Juan Vicente Gómez, con vocación de patriarca, visita de vez en cuando el hipódromo, a medir el reconocimiento del vasallaje. Hombre con vocación rural, encuentra en el caballo de carreras una nueva emoción para su especial personalidad. Gómez amaba el campo y entendió a su patria como una gran finca donde el reinaba plácida y patriarcalmente. Entendió que el hipódromo servía para dos cosas: para campo de maniobras militares y para desafíos caballísticos, con apuestas personales, como en las galleras, fuera de ahí, el hipismo no le tentó en ninguna otra forma.

 

Gómez, con inclinación prusiana, admite su parecido físico con el Káiser Guillermo II y posa, con arrogancia y marcialidad, en una parada militar durante el centenario de 1911. Hay que mirarlo, en las fotos de su tiempo, con un casco prusiano y su porte. Sin duda Gómez tuvo plena conciencia del bien parecer. Allá sus áulicos, que le llamaron rehabilitador y benemérito. El se cuidó siempre de parecer lo que era: un monarca rural.

 

Y fue muchas veces al hipódromo. De vez en cuando miraba hacia la pista, en una tribuna aderezada con escudos y el tricolor nacional, con guirnaldas y banderines, y a veces ¿Por qué no? con la iluminación multicolor tan del gusto de su tiempo. Gómez tanteaba la sumisión de sus amigos y los incitaba al desafío a través de los caballos. De igual manera tanteaba el mejor o peor estado de las relaciones que había entre ellos. Y el intervenía, desafiando con apuestas, para mostrar su interés en un suceso que a decir verdad no le interesaba mucho.

 

El Gómez hípico, como el Gómez gallero, es el campesino que goza con la explosión de primitiva superioridad del animal contra el otro. Lo ganado o perdido en las apuestas no le importa. Le satisface mucho más la revelación de la bestia, sea caballo de carreras o gallo de riña.

 

Se aparta un poco de sus lugartenientes y prefiere el rescoldo de un civilizado como José Gil Fortoul. Quiere saber cómo, en comparación con lo nuestro, es lo europeo. Y por ahí se lanzaría años más tarde, en empresas que promovieron sus hijos como fue la cría de toros de lidia y caballos de carrera.

 

Gómez se muestra, en el hipódromo, paternal y comprensivo. Recibe donaciones, pero las retribuye con creces. Goza con la satisfacción y complacencia de los suyos. Cuando su hijo más querido pretende ahondar en la rivalidad que lo separa de otro no menos querido del viejo patriarca, se queja de que no puedan, ambos, convivir con sus caballos bajo un mismo techo. Gómez comprende el problema, pero no arroja de su Paraíso al hijo pretextado. Pide, al quejoso, que construya una caballeriza aparte. Su reino es grande y todos pueden vivir en paz.

 

Así va el hipódromo, entre la interminable prole familiar y la cauda de amigos y cercanos beneficiarios, por sendero firme y refinado.

 

Los sucesos de abril de 1928, el Cuartel San Carlos y los estudiantes de la Generación del 28, cerraron las puertas del hipódromo. Dicen que no fueron razones políticas sino asuntos militares. El hipódromo era campo de maniobras militares. Y Caracas se había alzado, con su San Carlos y su Universidad, contra el monarca rural. López Contreras, Jefe de la Guarnición de Caracas, domina la situación y sirve lealmente al Jefe. Caracas no es objetivo militar ni tiene razones para que goce de privilegios como tal fortaleza. La tropa local ejercita en El Paraíso, en el hipódromo. Hay que reducirla, para concentrarla en Maracay, cerebro y corazón del régimen, y así se hace. Eso fue todo. Sin un objetivo especial que perseguir y sin mayores intenciones, Gómez decide volver a Caracas para satisfacer con su presencia en el “rendez vous” de la aristocracia a sus amigos, el hipódromo fue cerrado.

 

Y en 1932 Gómez cede reabriendo el hipódromo. El, sus hijos, sus ministros, sus parientes y sus amigos, todos son los propietarios de caballos de carrera. Todo giraba alrededor del patriarca. Viejo pero marcial, Gómez acude nuevamente al hipódromo. Abraza a sus hijas y carga besando a sus nietas.

 

Gómez muere a finales de 1935. El hipódromo siguió su curso. López Contreras le sucede en el mando y entrega al hipódromo a particulares. Pero bien por necesidades o por entreguismos, vuélvanse los hombres que lo recibieron, y lo ponen en manos del Estado.

 

Tiene que ser oficial, político y reflejo del sistema gubernamental de turno, el hipódromo nacional. Así pasa por los diez años que van desde la muerte del patriarca hasta la Revolución de octubre de 1945. Y así va desde 1948 hasta 1958 durante la sombra del General Marcos Pérez Jiménez, en este decenio creció desmedidamente el hipismo como tráfico y como pasión. Ya no hay nada que le impida su desarrollo. Y hay un momento en que el viejo Paraíso, el hipódromo, resulta insuficiente, indigno de la ciudad capital donde “Pérez Jiménez reinará por más tiempo que Gómez”. Y se concibe el proyecto de un nuevo hipódromo. Y se discute y se controvierten los conceptos. Y surge, un día, el proyecto listo. No es un proyecto, es una realidad.

 

Surgió el Hipódromo de La Rinconada. Es, dicen los informados, el mejor hipódromo del mundo. El más costoso y el más cómodo. El más lujoso y el más técnico. Es el gran monumento a una época que fue, poco a poco, acabando con los románticos rincones caraqueños, donde el hipódromo de El Paraíso era uno de los más bellos y más queridos.

 

Fuentes: Extraído de la revista Gaceta Hípica de julio de 1959.

 

Anécdotas Hípicas Venezolanas, viernes 26 de junio de 2015

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